Y entonces aquello que diría en voz baja. “¿Cómo has dicho? ¿Eh? ¿Nada? ¡Pero cómo qué nada! Ah, eso. Escribir a la moda…”. Pues ahora sí que la había decepcionado. Y luego qué haría, si se podía saber, ¿es que no le quedaba ni una pizca de orgullo? Bueno, tampoco era eso lo que pretendía decir. Si ella no esperaba el triunfo, más bien la satisfacción de su marido, el poder ver un día su obra publicada. Si bien es cierto que uno ya intuía que resultaba complicado al no tener enchufe. Algo difícil de conseguir, incluso teniendo buenos conocimientos de electrónica.
Pero un día llegaba el olor de la obra nueva que ya se encuadernaba y empaquetaba. Mientras ella lo veía feliz y más apasionado que de costumbre, sobre todo cuando la cogió y quería bailar con ella, en aquel baile que se podía titular: de aquí va a salir algún hijo. Y aquella cantidad de palabras viajaba de un lado a otro, anhelando que aquel proyecto interesara a alguien. Palabras y más palabras, algunas anotadas durante el descanso de su otro oficio; otras, con ayuda de su mujer. Aquella que se movía lentamente por el jardín, y él, fatigado, también se quitaba sus gafas de pasta, aunque de pronto la veía, podando los rosales, llevaba una bata gris y blanca. Luego, ella se giró de perfil y ya apuntaba su tripa en avanzado estado de gestación. Por más que él seguía con lo suyo, su mirada de nuevo enfocada hacia la mesa de madera, tratando de inmortalizar algún momento previo, y al fondo de aquella alcoba, muchos libros. Si por la cantidad de obras que aquel hombre albergaba en los estantes, parecía que uno había nacido hacía ya muchos años.
Con sus amigos hablaba de escritores y libros que le maravillaban, comenzando por aquellas lecturas que le habían marcado a una edad temprana, poco después ya practicaba con los primeros cuadernos y la tinta corría página tras página. Cosas sencillas de juventud, aunque se vislumbraba que llegaría lejos, que había nacido para aquello. Tan a menudo le devolvían su manuscrito más reciente con alguna carta breve que le adjuntaban. Entonces aquella ilusión por las cosas se veía de nuevo aplazada, reducida en la sombra, cualquiera de aquellos días en los que, al abrir la puerta, recibía una nueva respuesta. Antes de saber cuál sería, su mujer expresó que nada de lo que le dijeran le afectara, pues ella sí creía en él. Y allí, muy próximo a aquellos rosales floridos, le vio sonreír y, al abrir el sobre, llorar como a un niño. Llevaba un jersey marrón de lana y dos pequeños agujeros en el codo que ella reforzaría con hilo y aguja. Si todo en la vida se solucionara con un zurcido… El mundo estaría lleno de ellos.